23 noviembre 2024

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Q∴ H∴ Lisandro Alvarado. Médico, naturalista, historiador, etnólogo y lingüista venezolano. El Tocuyo, Venezuela, 19 de septiembre de 1858 – Valencia, Venezuela, 10 de abril de 1929

Publicado originalmente el 1° de noviembre de 1893 en la célebre revista El Cojo Ilustrado de Caracas y recogido luego en sus Obras completas, este texto de Lisandro Alvarado es uno de los trabajos pioneros sobre el comportamiento de algunas de nuestras figuras públicas, línea de análisis que tendrá continuadores en polémicos títulos de Rufino Blanco Fombona, Francisco Herrera Luque, José Manuel Briceño Guerrero, entre otros.

Al doctor José Gil Fortoul

Las observaciones siguientes han sido hechas bajo un aspecto puramente médico. Creo útil adelantar esta advertencia porque fácilmente podría tomarse como malintencionado lo que en realidad no es más que una circunstancia notable que contribuye, aunque no sea más que en pequeñísima escala, a comprobar la hipótesis de Moreau y de Lombroso. Sería esta una redundancia, para el hombre de ciencia por lo menos, si no fuera nueva la teoría en nuestro país y si no fueran la enajenación mental y el alcoholismo los estados que más sobrellevan una censura social invariable; y como esta última circunstancia pone trabas al esclarecimiento de copia de hechos referentes a los hombres de genio de Venezuela, porque no es fácil obtener ciertos datos, por decirlo así críticos, que revelarían a las claras casos patológicos o servirían de fuertes indicios para establecerlos, este ensayo tiene tal vez su razón de ser.

Hoy, el concepto que se tiene del alcoholista disminuye su responsabilidad moral en gran número de ocasiones; es un enfermo que obedece de un modo irresistible a una conformación peculiar del individuo, resultado de los factores diversos que se han combinado para su creación y procreación; el alcoholismo es quizá una tendencia fatal de la época, un pensamiento colectivo de la humanidad; y en todo caso es de nuestro deber el examen del fenómeno por el lado científico y en atención a que de una o de otra manera existe en todos los pueblos de la tierra. En cuanto a la locura, no debemos olvidar las observaciones de Mandley respecto a las causas que mantienen vivo el horror a la enfermedad y el interés en disimularla de parte de las familias que tienen la mala suerte de abrigar enfermos en su seno. Nadie piensa ahora con seriedad en que un loco o un epiléptico están poseídos de espíritus malos a la luz de la moderna ciencia; mas lo que no se aparta nunca de la memoria es el hecho de que tal fue la teoría del cristianismo, y que las penas eran severísimas para el malaventurado enfermo, y que la responsabilidad se transmitía a lejanas generaciones. Esto sentado, vamos a nuestro objeto.

I

Este estudio lo comenzaremos con el distinguido ingeniero don Juan Manuel Cagigal, en quien hubo un desarrollo tan característico de la meningoperiencefalitis difusa, que basta un poco de atención para reconocerla. Es muy cierto en la biografía publicada por uno de sus discípulos, el señor Olegario Meneses, hay un manto de discreción que sienta muy bien al género literario en boga en Venezuela;[1] pero una reciente publicación del señor Arístides Rojas[2] pone fuera de toda duda el carácter de la lesión, que es, por lo demás, una de las más comunes en nuestro siglo. Cagigal nació en Barcelona en 1802. Es muy probable que hayan existido antecedentes hereditarios en los varios miembros de su familia, establecida en el oriente de la República; lo que sí se sabe es que habiendo completado en París su educación, volvió al país por los años de 1830 para fundar la Academia de Militar de Matemáticas. Según Meneses, la movilidad de sus ideas era notable, pasando como pasaba de un tópico a otro en pocos momentos: “Hacía venir a la escena en sus ricos trajes y propios coloridos, lo mismo a Euclides que a Descartes; lo mismo a Homero que a Camoens; lo mismo a Fidias que a Miguel Ángel y Cánova; a Rafael y Murillo; a Herrera, Calderón y a Cervantes, como al chistoso Bretón y al satírico Larra de nuestros días”. A los ocho años, es decir, a los treinta y siete de su edad, se efectuó en él un gran cambio.

Torna a París, como secretario del señor Fortique, ministro de Venezuela en Londres, y allí, para dar un almuerzo a sus antiguos condiscípulos, manda fabricar y marcar con su nombre vajilla de plata y oro; discurre alegremente por los museos y bibliotecas, asiste a los cursos públicos de la gran ciudad, frecuenta sus amistades y, por último, se prenda perdidamente de una artista del teatro francés, la señorita Duplessis –locura efectiva–. De esta pasión repentina quedan pocos recuerdos, sin duda por la rapidez con que pasó este estadio de la enfermedad; pero se sabe que terminó con poca suerte para él y que enseguida apareció una manifestación que pasaba por natural consecuencia de semejante contrariedad: el delirio de las persecuciones. “En Cagigal –dice Rojas– la desgracia comenzaba por la monomanía tranquila, tímida. Creía que iban a perseguirle, que querían asesinarle, y estas ideas, tomando creces en un cerebro que tanto había trabajado en el estudio y en la enseñanza, fueron lentamente aislando del mundo científico y social inteligencia tan luminosa”.

Vuelto a Caracas en 1844, continuó, no obstante, trabajando con actividad, pero sin determinación marcada de su espíritu y “salvando los casos en los cuales la monomanía se exacerbaba”; escribía tratados científicos, herborizaba, pintaba acuarelas. He visto un autógrafo suyo de esa época en el cual no me ha parecido notar signo alguno particular. Acompañado de su hermano J. M. Ruiz, Cagigal abandonó a Caracas en 1845, y buscó una morada a orillas del Yaguaraparo, en el Golfo Triste; allí fue la enfermedad progresando paulatinamente y, sumida la víctima en un triste estado de mutismo, sucumbió por fin en febrero de 1856.

II

En el próximo orden tenemos que considerar al distinguido orador Ildefonso Riera Aguinagalde, natural de la antigua provincia de Barquisimeto. Pertenecía a una larga familia que tiene la mayor parte de sus representantes en la ciudad de Carora, donde nació el 1° de febrero de 1834. Era médico, pero se distinguió más como político y escritor. De estatura mediana y cabeza voluminosa, fue atacado de una afección cerebral –reblandecimiento, según parece–. La enfermedad tuvo un curso bastante largo, manifestándose desde temprano la locura de las ideas. Su fallecimiento tuvo lugar en París el 24 de marzo de 1882.

Poco antes de esto decía de él el señor Tejera: “En varios artículos de Riera advertimos que el escritor flaquea cuando le abandona su ardiente inspiración; y entonces es frío, desaliñado y desigual, como que escribe forzado y de mala gana; entonces, para hacerse sublime se hincha y produce conceptos campanudos, imitaciones pálidas y reminiscencias oscuras. Mas si de improviso le asiste el numen avanza como la nube de tormenta con relámpagos y truenos, y vuelve a ser el poeta orador lleno de pensamientos sublimes y exuberante fantasía.[3]

El 7 de agosto de 1878 escribía en una de sus cartas –comienzo de la enfermedad–: “Toda impresión moral extraordinaria produce en mí el mismo efecto de la ráfaga tempestuosa sobre la antorcha encendida: o la luz vacila en agitación constante, o cediendo al impetuoso soplo, acaba por extinguirse. Si lo primero, perdida la claridad serena en que se mueve el pensamiento, atropéllanse las ideas en creciente confusión; y si lo segundo, a semejanza del nauta cuya brújula fuese rota, esta nave del alma, desmantelada, arroja su ancla para quedar inmóvil sobre el mar muerto del dolor en que desfallece. Similis factus sum cum pellicano solitudines; factus sum sicut nycticora in domicilio; me he vuelto semejante al pelícano que habita en la soledad; parézcome al triste búho en su albergue. Pero el sufrimiento se mitiga, la reflexión nos conforta y en toda su altivez la dignidad humana, tornamos a la calma de la conciencia satisfecha. Fue todo ello una nube interpuesta ante el sol de nuestro camino; y es de ley que las sombras huyan y la luz permanezca”. El estudio de la Biblia parecía influir poderosamente en sus ideas y en su estilo oriental.

III

El general León de Febres Cordero sentó plaza en 1812, a la edad de quince años, y dejó el servicio en 1863. A los sesenta y nueve años fue atacado de una congestión cerebral, que dos meses más tarde trajo una recidiva, estableciéndose entonces el reblandecimiento del cerebro, que le causó la muerte a los setenta y cinco de su edad. Descendía de una antigua familia de Coro, y se distinguió por su actividad y su talento de organización y de orden. El señor C. Acosta lo definía así: “Es lo que se llama un hombre de profesión: conoce su arte, conoce el derecho público, la ciencia de administración y los libros han sido su vagar como se refiere de otros generales de nombre. Es, por lo dicho, hombre de pensamiento, y el orden, que es cualidad de organización y que él posee, hace que su pensar se vuelva en obra; por eso es tan movible y al mismo tiempo tan minucioso. Sus maneras son insinuantes, sus conocimientos varios, su patriotismo probado; y tiene una cosa que vale mucho: gran conocimiento del mundo y de los hombres, amor al orden y entusiasmo por las instituciones civiles”.

IV

Corriendo la tercera década del siglo [XIX] nació en Caracas el licenciado Cecilio Acosta. Hiciéronse los siguientes diagnósticos de su última enfermedad que le arrebató el 8 de julio de 1881: ataxia locomotriz, atrofia muscular progresiva, esclerosis de los cordones laterales, reblandecimiento cerebral. Síntomas de enajenación no los tuvo, pero sí le era habitual por momentos una ligera tartamudez, y en los días de su enfermedad un movimiento giratorio a la derecha: “Era de estatura regular, delgado y derecho, de rostro ancho y facciones abultadas, color trigueño encendido, ojos pequeños y vivaces, labios gruesos, pelo liso y negro; nunca usó barba. Vestía siempre de negro, como si tuviese que entrar en cualquier momento a la Academia, y andaba por la calle como abismado en profunda meditación, de manera que solía pasar distraído sin saludar a sus más íntimos amigos. No manifestaba en su conversación, algo monótona, las dotes que le adornaban en la tribuna; repetía una frase hasta la saciedad y giraba alrededor de un pensamiento con aquellas idas y venidas, vueltas y revueltas de la famosa ardilla de Iriarte; en ocasiones, sin embargo, brillaba con una idea radiosa que iluminaba su conversación como un relámpago. Su carácter era casi incalificable; constante en algunas cosas, inconstante en otras; de un corazón sensible e incapaz de odio; su único y grande amor fue el de su buena y virtuosas madre…

“Por otra parte, el doctor Acosta parecía débil de carácter, o ya por bondad o por timidez; pero ello es que esta circunstancia le dañó sobradamente y le hizo poco a propósito para figurar, como sus dotes lo presumían, en cualquier ramo de la vida pública, y no era porque se quebrasen sus convicciones, sino porque cejaba ante la dificultad o rehusaba la contienda. Espíritu dúctil y en extremo cándido, pasaba en un instante de la certeza a la duda, de la afirmación a la negación, según las impresiones extrañas que recibía”.[4] Acosta fue célibe siempre. Aunque miope, como Bello, no usó nunca anteojos, y de aquí el que se notara en ambos el hecho de pasar de largo por las calles sin saludar a las personas que les eran conocidas…

V

Un escritor inglés que militó con Páez en los llanos de Venezuela escribe: “El general Páez padece de ataques epilépticos cuando se excita su sistema nervioso, y entonces sus soldados le sujetan durante el combate o inmediatamente después de él”.[5]

La[s] causa[s] de estos accesos de gota coral deben ser atribuidos a circunstancias hereditarias, porque el género de vida que llevó Páez desde niño fue de lo más a propósito para aguerrir y fortalecer su constitución. Se corrobora esto con la obsesión que le acompañaba de creer que al tragar la carne de pescado se convertía, una vez en el estómago en carne de serpiente, y por la impresión de terror y espanto que la vista de un ofidio le causaba, hasta producirle, aun a la edad de ochenta años, un acceso de epilepsia inmediatamente. No es de extrañar que en estas condiciones, tanto las causas determinantes del mal como las obsesiones variasen hasta imitar bastante bien un estado histeroepilético. En el combate de Chire (1815) provoca las convulsiones una serpiente, y después de ellas y del hecho de armas, vaga todo el día en el campo con síntomas manifiestos de locura epiléptica. En una de las exhibiciones de Barnum, en Nueva York, excita las convulsiones una boa, y “sin perder el uso de la razón”, manifiesta en medio de ellas que muchas serpientes le estrangulaban y bajaban enroscándose en los pulmones, corazón, vientre y piernas, pidiendo a gritos que le libraran de los horribles animales. En el curso del acceso reconoce al doctor Beales, que le asistía. Otra vez, en 1868, fue la fractura de una pierna el motivo del ataque. Por lo demás, parece que en ocasiones se limitaba éste a la aura, mientras que en otras era completo, hasta aparecer la espuma en la boca; pero antes o después del mismo, acaecía de ordinario que despertase dando voces de mando, o con el grito de guerra: “¡Mi lanza! ¡Mi caballo!”

Escribe él en sus Memorias: “Al principio de todo combate, cuando sonaban los primeros tiros, apoderábase de mí una intensa excitación nerviosa, que me impelía a lanzarme contra el enemigo para recibir los primeros golpes; lo que habría hecho siempre si mis compañeros, con grandes esfuerzos, no me hubieran retenido”.[6]

No terminaremos sin manifestar la opinión del doctor Rojas en este punto: “Refieren las crónicas de familia –dice él– que Páez, en sus tiernos años, fue mordido primero por un perro hidrófobo y meses más tarde por una serpiente venenosa, sin que nadie hubiera podido sospechar que en un mozo acostumbrado al ejercicio corporal hubieran quedado manifestaciones ocultas, consecuencia de las heridas que recibiera, y que los años corrieran sin que ningún síntoma se presentara en la constitución sana y robusta del joven llanero, hasta que fue presa de cruel idiosincrasia –se refiere a la ofidiofobia–, que le acompañó hasta el fin de su vida”. Crónica y opinión las creo muy dudosas.

VI

Pocos detalles característicos he podido obtener del célebre ministro de Estado don Simón Planas. Nació en Barquisimeto en 1818 y murió en Caracas el 16 de junio de 1864, en momentos en que estaba empeñado en una lucha ministerial. Su educación no pasó de las materias de enseñanza primaria, que se procuró en su ciudad natal, y casi toda su juventud la gastó ocupado en empresas comerciales; sin embargo de esto, llegó a crearse un poder casi absoluto durante la administración del presidente J. G. Monagas, el que abolió la esclavitud en Venezuela. Según las referencias hechas por los doctores Medina y Frías, que le asistieron en su última enfermedad, fue ésta una apoplejía meníngea, con abundante extravasado, que se desarrolló en pocas horas después de una acalorada discusión del ministro con sus colegas.

VII

Un parecido conjunto de fenómenos cerebrales encontramos en el difunto arzobispo de Venezuela, doctor José A. Ponte, que murió en Caracas a los cincuenta y un años de edad. Diagnósticos: trombo cerebral (Ríos, Frías): hemorragia cerebral. Los médicos citados atribuyeron la afección a causas cardíacas; pero la verdad es que el cerebro no fue examinado y que se averiguaron antecedentes hereditarios —su madre murió de un ataque análogo a la misma edad que él.

VIII

Es sensible que no se hayan hecho practicar las mensuras convenientes en el esqueleto del general Bolívar, y por estas razones no hacemos sino indicarlo como un cerebro al parecer desequilibrado. Los historiadores nos le representan en su niñez de un carácter inquieto, voluntarioso, inconstante, audaz. La respetabilidad de un tutor como el que tuvo, el licenciado Sanz, no pudo nada con él, ni parece que aprendió mucho con su preceptor, el padre Andújar. Puede decirse que Bolívar se amañaba mejor con la locomotividad, la actividad del espíritu, hasta rayar en la locura de su último maestro don Simón Rodríguez; y, en efecto, fue éste quien más tiempo le acompañó y dirigió. Hasta la época de la revolución de la Independencia, la opinión de Sanz fue que Bolívar era incapaz de grandes ideas; y Gual, otro testimonio de valía, juzgó que hasta 1812 aquél no había revelado las grandes manifestaciones con que apareció más tarde. Los epítetos con que le calificó en todo tiempo don J. D. Díaz darán una idea de esta general creencia. Llamábale “el inhumano, el sedicioso, el tirano, el bárbaro, el insolente, el cobarde, el sacrílego, el insensato, el miserable, el déspota, el pérfido, el inepto, el presumido, el incapaz, el feroz, el ambicioso, el perjuro, el imprudente, el traidor, el aturdido, el malvado, el monstruo, el ignorante, el usurpador, el impío”; y dice últimamente: “Ese hombre de quien nos hemos referido en ocasiones que era un corazón sin virtudes y el alma más feroz que se hubiera conocido”. De igual modo le trató el general Morillo antes del armisticio.

Por otra parte, las anécdotas referentes a Casacoima[7] y al banquete dado a Irwing en Angostura, en que manifestó impulsos dignos de notarse, se dan la mano con las cartas publicadas en el Diario de Debates, de 1826.[8] Es, además, un hecho notable que el Libertador no tuvo sucesión, siendo él mismo descendiente de una antigua y numerosa familia y muriendo tuberculoso a los cuarenta y siete años de edad.

Cerremos este ligero esbozo con parte del retrato físico del Libertador hecho por el doctor Roulin. “Era Bolívar hombre de talla poco menos que mediana, pero no exento de gallardía en sus mocedades: delgado y sin musculación vigorosa; de temperamento esencialmente nervioso y bastante bilioso, inquieto en todos sus movimientos, indicativos de un carácter sobrado impresionable, impaciente e imperioso. En su juventud había sido muy blanco –aquel blanco mate del venezolano de raza española–, pero al cabo le había quedado la tez bastante morena, quemada por el sol y las intemperies de quince años de campañas y de viajes; y tenía el andar más bien rápido que mesurado, pero con frecuencia cruzaba los brazos y tomaba actitudes esculturales, sobre todo en los momentos solemnes. Tenía la cabeza de regular volumen, pero admirablemente conformada, deprimida en las sienes, prominente en las partes anterior y superior, y más abultada aún en la posterior. El desarrollo de la frente era enorme, pues ella sola comprendía bastante más de un tercio del rostro, cuyo óvalo era largo, anguloso, agudo en la barba y de pómulos pronunciados. Casi siempre estuvo el Libertador totalmente afeitado, fuese por sistema o por no tener barba graciosa ni abundante. Tenía los cabellos crespos y los llevaba siempre divididos entre una mecha enroscada sobre la parte superior de la frente y guedejas sobre las sienes peinadas hacia adelante. Algunos escritores han dicho que Bolívar tenía la nariz aguileña, seguramente por no dar a este adjetivo su acepción verdadera, que es la de lo corvo, como el pico del águila. Lejos de esto el Libertador tenía el perfil enteramente vascongado y griego, principalmente por el corte del rostro, la pequeñez de la boca, la amplitud de la frente y la rectitud de la nariz, muy finamente delineada, al propio tiempo que tenía la frente muy levantada en la región de los órganos de la imaginación, era prominente en las cejas, bien arqueadas y extensas, donde se ponían de manifiesto los signos de la perspicacia y de la prontitud y agudeza de percepción. Como tenía profundas las cuencas de los ojos, éstos que eran negros, grandes y muy vivos, brillaban con un fulgor eléctrico, concentrando su fuego, cual si sus miradas surgieran de profundos focos”.

IX

Con la misma vacilación apuntaré, por último, el nombre del afamado médico doctor Guillermo Michelena, en quien, sin embargo, es posible seguir el curso de los caracteres y condiciones ideológicas por medio de una familia un tanto numerosa. El doctor Michelena tuvo ataques, a no dudar, de alucinaciones, abrazando con calor las doctrinas espiritistas en un tiempo en que estuvieron en boga en nuestro país. Viósele en otra ocasión confundirse con los cargadores de una imagen en las procesiones que se estilan en el rito hispánico, andando descalzo por la calle en semejante faena.


[1] Biografía de J. M. Cagigal, fundador de los estudios matemáticos en Venezuela.

[2] Recuerdos de Cagigal. Caracas, 1892; 16°.

[3] Perfiles venezolanos, pág. 257.

[4] Tejera, Perfiles, pág. 162.

[5] Rojas, Leyendas históricas de Venezuela, 1ª serie, pág, 92.

[6] Páez, Autobiografía.

[7] Juan Vicente González, Bolívar en Casacoima.

[8] Rojas, Leyendas, 2ª serie; 205, 249 y 263.

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